4 días , 450 kilómetros y un perro a la brasa
Hay días en los que te levantas y decides seguir viajando, seguramente sea porque llevas mucho tiempo en el mismo lugar, una semana, o lo mas probable sea porque tu cuerpo te pide cosas nuevas, cambios, sorpresas,……
Eso fue lo que me paso en Manado.
Al séptimo día de mi estancia en aquella peculiar ciudad, de mayoría cristiana católica y una minoría musulmana que se concentra en un pequeño barrio de antiguos emigrantes del Yemen; y el centro de la ciudad lleno de travestidos, me levanté con esas ganas de coger la bici y aprovechar -al viajar solo, las decisiones se toman al instante- sin discusión alguna, así que monté las alforjas en la bici y emprendí el viaje hacia Gorontalo, a 450 km de distancia.
El día anterior conocí a Aitor, un cicloviajero que lleva recorriendo Asia desde hace año y medio, y que después de un tiempo de estar en contacto con él vía email, nos encontramos en el camino.
Echaba en falta charlar con alguien con la misma “especie”, compartir esas anécdotas que te pasan cuando viajas encima de una bicicleta y poder analizar cosas que normalmente con el paso del tiempo y por no poder compartirlas con nadie, pasan al olvido.
Seguramente el tuvo la culpa de que me entrasen esas ganas enormes de coger la bicicleta.
Sin madrugar, a mi estilo , empecé a montar en bici sobre las 11 de la mañana, cuando el sol ya no perdonaba, con la mente puesta en el camino y no el destino. No me había puesto metas ni me planteaba los 450 km por etapas.
Donde anocheciera pasaría la noche.
Sin prisas.
El camino, aunque montañoso, tenia grandes trechos de llano, tan añorados en los últimos tiempos, donde la carretera serpenteaba para escaparse de las montañas, abriéndose paso entre plantaciones de cocoteros y aldeas de pescadores.
Por las mañanas reinaba el cielo azul, pero con puntualidad a eso de las 2, se empezaba a nublar y su consecuente lluvia torrencial, momento que yo aprovechaba para encontrar un sitio donde refugiarme, y echar una cabezadita.
En cuanto acababa de llover, seguía pedaleando, ya con el radar puesto para encontrar algún lugar donde poder refrescarme y lavarme, y quitarme esa capa de sal de la piel acumulada en tantas horas de esfuerzo.
Cuando empezaba a anochecer, buscaba un sitio para comer y reponer fuerzas, e inmediatamente después, un lugar donde montar la tienda. La primera noche la pase en casa de una familia, que me ofrecieron una cama donde dormir. Al despertar e ir al baño en el jardín, noto un olor extraño y fuerte. Miro a mí alrededor y veo como estaban asando un perro. Estaba más tieso que una piedra. El olor era del pelo quemado.
dMe invitaron a quedarme a comer pero me da a mí que el sabor de perro siempre será desconocido para mí.
Ya pasados 3 días y 390 kilómetros recorridos, esta vez se me hizo de noche y no paraba de llover, así que monte la tienda rápidamente en un lugar no muy lejos de la calzada. Era una explanada de césped y parecía tranquilo ya que estaba a las afueras de un pueblo. Podía ser la explanada de una iglesia o de un colegio.
Mi sorpresa fue al levantarme y tener a más una decena de personas alrededor de la tienda observándome. Estaba acampado en medio de algun edificio gubernamental.
Tan solo quedaban 60 kilómetros hasta Gorontalo, 15 km de subida y el resto bajada y llano y tras tomarme un buen plato de arroz, me puse a pedalear y a contestar al: ¡¡Hey mister!! que me persigue allá donde voy.
Me tomé con mucha calma la subida y disfrute la bajada como si se tratase de una meta.
En Gorontalo tuve la suerte de no pasar mucho tiempo, ya que esa misma tarde partía el ferry hacia las islas Togean, unas islas de arena blanca, fondos de coral en la mismísima playa, y selva tropical virgen.
Gorontalo es uno de esos sitios a los que le coges manía sin saber por qué y deseas salir de allí lo antes posible.
Ahí van unas de del camino…
Y otras fotos de las islas Togean, que espero os hagan escapar un poco del frio…