24 primeras horas en Uzbekistán
Entablar una conversación con la gente que te vas encontrando por el camino es sin duda una de los aspectos gratificantes del viaje. Las charlas que mantenemos, aunque sean breves, en lenguas extrañas y desconocidas, y que casi siempre van acompañadas con muchos gestos, nos dejan un poso que será difícil que desaparezca.
Este remoto lugar, en el corazón perdido de Asia como la llamó Colin Thubron, está poblada por diferentes grupos étnicos. Los kazajos, los kirguises, los tayíkos, los uzbekos, los turcomanos, ….. Todos ellos descienden de dos grupos étnicos importantes, los turcos y los persas. Otras minorías que habitan la región son consecuencia del desplazamiento forzoso de pueblos a los que Stalin condenó al destierro.
La región repleta de fronteras artificiales, también diseñadas por Stalin, tiene el islam como religión común.
No deja de sorprendernos la cordialidad de la gente que nos encontramos, las cálidas acogidas y la generosidad que nos ofrecen. Cuanto más al sur menos vodka, más religión y más hospitalaria es la gente.
Es en esta entrada que quiero relatar tan solo las primeras 24 horas en Uzbekistán, y en las que nuestras expectativas fueron colmadas ya que no alcanzábamos a imaginar que superarían nuestra previa experiencia en el país tayiko.
Habíamos salido de Tayikistán de día e hicimos nuestra entrada en Uzbekistán ya de noche cerrada después de un exhaustivo y nada rutinario control en la frontera.
No sabíamos donde acampar y las luces de nuestras bicicletas no alcanzaban muy lejos. Nos metimos en todos los baches que tenía la carretera y tropezamos con cuanto pedrusco había. No esquivamos ni un solo agujero.
Al pasar el primer pueblo, o lo que parecía serlo, vimos a dos personas que nos saludaban desde el arcén. Paramos a saludar y sin apenas darles tiempo a que viesen nuestras caras, nos estaban ofreciendo cobijo.
Ya en interior de la casa y alumbrados por la luz de una linterna pudimos ver el rostro de Alí.
Nos agasajó con un breve y cálido ritual de bienvenida. Nos invitó a sentarmos en el suelo alrededor de un mantel en el que depositó enormes trozos de pan. Nos sirvió té, nueces y dulces. Mientras vamos dando cuenta de la comida se suceden los apagones.
Al cabo de la media hora nos dice que se tiene que ir a trabajar, y nos deja en el salón bajo la tenue luz de una linterna.
Al rato fueron apareciendo familiares que venían a saludarnos. Les pica la curiosidad y nos hacen preguntas. Con las cinco palabras que sabemos en ruso y bastante mímica conseguimos explicarnos bastante bien, eso al menos es lo que pensábamos, porque para confirmar lo que ellos entendían que queríamos decirles nos pasaron un teléfono por el que oíamos a alguien que nos hablaba en inglés y que después nos pedía que se lo pasáramos a uno de nuestros acompañantes y este a su vez decía, a los allí congregados, lo que nosotros habíamos dicho al que estaba al otro lado del teléfono. Esto se repitió varias veces ante la atenta mirada de la familia y amigos allí reunidos.
Al día siguiente la familia entera nos estaba esperando para que compartiésemos con ellos un delicioso plato de plov, el típico plato uzbeko hecho a base de arroz con trozos de carne junto con zanahorias y cebollas hervidas. Cuando terminamos de comer nos pidieron que nos quedásemos otro día más.
Salimos con las bicicletas emocionados por la hospitalidad que nos habían brindado, y bajo una lluvia que amenazaba con hacerse más fuerte, seguimos por la carretera dirección a Samarcanda, a unos 300 Km.
Una hora más tarde, la leve lluvia que nos acompañó desde la mañana se convirtió en un fuerte aguacero, y tuvimos que parar para refugiarnos en el primer sitio que vimos, un edificio abandonado.
No habíamos puesto siquiera los pies de cabra de nuestras bicis cuando apareció un hombre que nos hacía señas para que le acompañáramos a su casa.
No fue difícil rechazar su oferta, y casi sin darnos cuenta estábamos en un cuarto con estufa y de nuevo en agradable compañía. Otir y sus hijos compartían pan y té con nosotros y nos insistían en que pasásemos allí la noche. Con ese ritmo nunca llegaríamos a Samarcanda.
A través de las ventanas veíamos como el viento y la fuerte lluvia chocaban contra los gruesos arboles haciéndolos tambalear; mientras tanto nosotros mojábamos pan en salsa de tomate.
Dos horas más tarde seguía lloviendo incesantemente pero cogimos las bicis y salimos a pedalear de nuevo. Teníamos que intentar hacer los máximos kilómetros posibles.
En estos meses de invierno los días parecen acabar antes de que empiecen, apenas hay luz y la visibilidad es tan escasa que nunca llega a iluminar lo suficiente.
Con poco más de una hora pedaleando empezó a anochecer. Enfrente de nosotros un pueblo grande, lamentamos la situación, ya que en lugares así es casi imposible encontrar un sitio para acampar.
Paramos un momento y desde un restaurante que está al otro lado de la calle un hombre, que resultó ser el dueño, nos hace señas para que entremos a comer. Le decimos que no, que muchas “espasivas” (gracias), pero insiste en que nos quiere invitar. No fuimos capaces de rechazar su ofrecimiento. Pocas veces te invitan, sin conocerte, a comer gratis en un restaurante.
Ya de nuevo sobre la bicicleta y con pocas ganas, los coches deslumbraban con sus luces en plena noche, y nosotros teníamos que buscar un lugar donde dormir. La tienda no nos tentaba mucho.
Un coche se para y sus ocupantes nos invitan a que pasemos la noche en su casa. Llueve mucho, está oscuro y tenemos mucho frío.
Vamos detrás del coche, un Volga, y les seguimos hasta su casa. Delante de mí va Natalia y veo como otra persona que viene de frente en bicicleta choca con ella. Por su aliento y por la linea recta que no consigue hacer al andar, suponemos que ha bebido más de la cuenta.
Cuando llegamos a la casa empapados y ateridos de frío, y en el salón esta la numerosa familia de Alim, que alegremente nos dan la bienvenida y nos invitan a compartir mesa y viandas.
Fuera hace un día terrible de invierno, pero en el salón nosotros estamos calentitos y sentados al lado de la estufa observamos la foto que está colgada en la pared, la de una playa caribeña…