Me propuse volver a restaurar y lentamente mejorar el ritmo perdido, y que mejor destino, como primer objetivo, llegar al Parque Nacional da Chapada Diamantina, a unos 500 Km de distancia…
En el camino tuve una aparatosa caída y aunque iba bastante rápido los daños fueron bastante menos dolorosos y aparatosos que los sufridos en mi última caída en Namibia, que me habían dejado de recuerdo once puntos en el brazo.
Ahora, y exactamente en el mismo lugar, sobre la marca de la última herida, el brazo sangraba sin parar, pero por suerte esta vez no necesitaría puntos y al revés que en Namibia, donde ni siquiera tenía venda, betadine o tiritas y tuve que echar lejía sobre la herida para desinfectarla; en esta ocasión el botiquín sí estaba repleto y recién provisto por lo que pude limpiar la herida y mantenerla aseada hasta que cicatrizó completamente a los pocos días.
Es una de las cosas buenas que le ocurren a uno por tener una madre enfermera.
Por suerte esa parte del brazo no incomoda demasiado para montar en bicicleta y pude seguir sin mayores complicaciones.
Había tardado solo 5 días en llegar desde Salvador pero ya tenía ganas de dejar la bicicleta aparcada por unos días.
En mi mochila metí la tienda de campaña, hornillo, saco de dormir y algo de comida para sobrevivir varios días y me dirigí al “Valle de Pati” en el corazón del Parque Nacional de la Chapada Diamantina con la intención de buscar una mayor conexión con la naturaleza y poner en orden mis pensamientos después de los desbarajustes que había sufrido mi vida en los últimos meses.
Mi amigo el ciclo viajero Albert Sans me había recomendado este lugar y me había dado todas las indicaciones posibles para que pudiese perderme por mi cuenta por valles espléndidos, bosques exuberantes, ríos caudalosos, acantilados enormes que se erigen sobre gargantas angostas y cuevas profundas.
De momento Brasil no me estaba emocionando pero tenía la sensación que ésta parada iba a marcar un antes y un después en mi viaje.
Y así fue como empecé a sorprenderme con los tesoros que almacena esta hermosa región.
A veces cuando más lo necesitas la vida te brinda las mejores oportunidades para darte ese empujoncito que a veces tanto nos hace falta. No suele llegar solo sino que hay que salir a buscarlo.
Necesitaba sentir ese momento en el que observas y te empapas de todo lo que te rodea; y se te pone la piel de gallina y al mismo tiempo te saca una enorme sonrisa y te hace sentir la persona más afortunada del mundo.
Las caminatas por los valles…
…los acantilados y los desfiladeros…
… eran un punto de inflexión en esta etapa del viaje.
Volvía a sentirme como siempre.
Y de esos cuatro días hubo un momento que nunca olvidaré. Quedaban unas pocas horas de sol y me disponía a subir al Morro de Castelo. Llegué al atardecer a una gruta en la parte alta de la montaña desde donde pude observar un increíble paisaje a mi espalda…
… alcancé la cumbre más alta durante la noche con la ayuda de mi linterna y la luz de la luna, y durante el camino hice el mayor ruido posible para advertir de mi presencia a las serpientes despistadas, porque eran muchas las que había visto incluyendo una cascabel.
Y cuando llegué a la cima viví un momento extraordinario; porque fui consciente de que me había convertido en un espectador privilegiado de la sorprendente belleza que se desplegaba ante mís ojos para que la disfrutase y me asombrase. Con todo su esplendor y lleno de matices el paisaje logró estremecerme hasta erizarme la piel y es entonces cuando recordé los momentos difíciles que pasé para llegar hasta aquí, y me dije:
Para salir de Salvador, de la manera más rápida posible, embarqué en un pequeño transbordador que me dejó en la isla de Itaparica en solo una hora. El horizonte que dejaba detrás de mi no tenía nada que ver con el lugar donde ahora me encontraba…
…en la isla de Itaparica, con apenas 50.000 personas, me sentía en las antipodas de Salvador, que estaba solo a unas millas de distancia.
Las playas eran magnificas y había una exuberante vegetación tropical con un ritmo mucho más lento.
Atrás quedaba la ciudad del Salvador con su multitud de edificios y sus tres millones de habitantes en esa colmena de asfalto y hormigón.
Una vez en tierra ya lejos del agobio y la muchedumbre me tentó la idea de disfrutar del lugar pero la deseché rápidamente. Tenía muchas ganas de avanzar.Hacer kilómetros.De volver a estar en movimiento sobre la bicicleta
No es que sienta especial aversión por las ciudades grandes de Brasil, que sé que son inseguras y atestadas de riesgos, sino porque después de tantos años las ciudades me parecen aburridas, caras y como es obvio llenas de inconvenientes y apuros para los ciclistas.
Unos tienen miedo a las arañas, otros al mar, otros a los espacios grandes y abiertos, y yo, a la entrada a las ciudades.
A excepción de algunas de ellas como Singapur,Kathmandu, Calcuta, Varanasi, y Ciudad del Cabo, puedo decir que no he visitado ninguna otra ciudad con la verdadera intención de conocerla, y cuando así ha sido lo he disfrutado tanto porque el momento me lo pedía, y ahora no era el caso.
Me imagino que habrá otros sentires, pero a excepción de los que os acabo de mencionar, solo las he visitado porque me he visto obligado a tener que tramitar visados, y en esta ocasión el motivo de pasar por Salvador de Bahía, no era otro que haber sido elegido nuestro puerto de arribada a Brasil.
Cuando eché una mirada a mi mapa de papel advertí un enjambre de grandes ciudades y autopistas por toda la costa…
…y no dudé en planificar la ruta por el interior del país, en busca de un Brasil más rural, más tranquilo, más humano y aunque me vaya sin ver sus playas esplendorosas, espero encontrarme con un Brasil más auténtico.
Siento que las ciudades deshumanizan un poco la gente, las vuelven más individualistas, más hurañas,con más miedo y nadie se para en sonreír a aquel que viene por la misma acera, y si eres tú el que lo hace, te toman por bobo o por loco.
A medida que avanzaba hacia el oeste el calor se hacía más insoportable, y después de todos estos meses de parón las cuestas se me hacían más largas, más duras y agotadoras.
Todavía tenía en mi cabeza los prejuicios relacionados con la inseguridad y los apuros que me podría encontrar en Brasil.En las noticias siempre hablaban de asaltos,de secuestros, de narcos,de favelas violentas, y esas imágenes las llevaba guardadas en la cabeza, ya que Brasil era todavía para mi un lugar desconocido, y es eso el principio de todos los miedos.Lo desconocido.
De ahí, tal y como dijo Unamuno, “el racismo se cura viajando”, ya que al viajar conoces otras culturas,razas y religiones.
Me causaba desazón cuando al caer la tarde no hallaba un lugar donde acampar tranquilo, y por primera vez en mucho tiempo al final de la etapa buscaba una “pousada” donde dormir, derrochando el escaso dinero que tengo de presupuesto.
Pero con el paso de los kilómetros y del tiempo veía que Brasil no era diferente al resto de los países en los que he estado, y dejé de percibir ese riesgo con el que me fui de Salvador y me fui relajando…
…poco a poco…
Ahora,siempre sin bajar la guardia y dejándome guiar por el instinto,ya acampo donde me pille la noche y percibo que el miedo ahora lo tienen hacia mí: “el desconocido”.
Tenía que regresar a España y estaba buscando a alguien con el que pudiera dejar la bicicleta y las alforjas. Hablé con Guilherme, un amigo brasileño y antiguo compañero de colegio en Bruselas que, por suerte para mí, aunque el viviera en Sao Paulo, tenía un amigo que vivía en Salvador de Bahía que disponía de una casa lo suficientemente grande como para que yo pudiese dejar mis pertenencias sin causarle grandes molestias.
En una mochila aparte (la azul) metí todo lo que me llevaría a España: ordenador, disco duro, cámara, objetivos, etc.
Todo.
Paré a un taxista fuera del puerto donde estábamos amarrados. Bill me ayudó a llevar mis cosas hasta el taxi y una vez me despedí con pena de mi capitán, me dirigí hasta la casa de Marcelo (el amigo de mi amigo) el que se encargaría de mi bici y las alforjas por una temporada y desde allí tendría que buscar otro taxi para que me llevase directamente al aeropuerto.
En la mochila azul que me iba a traer a España yo había guardado dos sobres de 200 gramos de jamón ibérico que no llegamos a comernos en el barco, no sé por qué motivo, y antes de llevármelo de vuelta a España se lo quería regalar a Marcelo.
Marcelo me estaba esperando en la puerta de su casa cuando llegué. Él junto con el taxista me ayudaron a bajar las cosas. Pagué la carrera y pasamos al garaje para acomodar todas mis cosas en una esquina del garaje.
Cuando terminamos, Marcelo me invitó a pasar a la casa y en el momento en el que yo quise darle los paquetes de jamón fue cuando me di cuenta que la mochila que tenía que viajar conmigo a España no estaba; pensé que habíamos puesto todo en el maletero del taxi, pero la mochila estaba en el asiento de atrás, y se me había olvidado bajarla.
Salí corriendo a la calle en estado de shock y empecé a correr sin rumbo tratando de encontrar a aquel taxista por las bulliciosas calles de Salvador de Bahía donde ya era de noche.
Me di cuenta que me sería imposible. Paré de correr. Me encontraba desolado y comprobé que la suerte, en esta ocasión, me había esquivado. Había perdido todas mis cosas de valor.
Vi una farmacia y entré a comprar un cepillo y pasta de dientes.
Volví completamente abatido a casa de Marcelo para despedirme y para llamar a otro taxi para, ahora sí, que me llevase al aeropuerto. Solo llevaba conmigo el cepillo, la pasta de dientes y el pasaporte en mi bolsillo. Esta vez no tendría problemas de exceso de equipaje.
Llegué a Madrid sin nada. En el aeropuerto me convertí en un hombre sospechoso que llegaba desde Brasil sin nada de equipaje y con cara de pocos amigos.
A los dos días, Marcelo me mandó un mensaje acompañado de una foto desde Brasil diciéndome que el taxista había regresado a su casa para entregarle la mochila y que estaba tal como yo la había dejado: “con todos mis bienes”.
Marcelo le pidió su número de teléfono para que yo me pusiese en contacto con él cuando regresara a Brasil y le diese las gracias personalmente.
No pudo ser, porque a Marcelo le secuestraron una semana antes de mi regreso a Salvador y le robaron todo, desde el coche hasta su teléfono con todos sus contactos.
Antes de partir de Salvador, ya sobre la bicicleta, pasé por el mismo lugar donde aquel día paré al taxista. Pregunté por él a sus colegas, pero no pude localizarle, y con pesadumbre tuve que seguir mi camino sin poder darle las gracias personalmente.
Parecía que el momento de levar anclas y zarpar del puerto de Ciudad del Cabo nunca llegaría.
Esta vez no dependía solo de mí y de mi bicicleta y ya hacía más de 3 meses desde que, supuestamente, íbamos a salir la próxima semana.
Me dio tiempo para volver a España y pasar dos meses con mi hermana y familia. Despedirme más de 8 veces de los amigos que me había hecho en Ciudad del Cabo y que semana tras semana me decían: ¿Pero sigues aquí?
A finales de junio Bill, el capitán y dueño del velero que había aceptado llevarme en su travesía por el Atlántico Sur, me llamó a Madrid (donde yo estaba acompañando a mi hermana), y me dijo que finalmente, sí o sí, saldríamos en 5 de julio.
El 3 de julio yo ya estaba de vuelta en Ciudad del Cabo y preparado para la singladura, solo quedaban dos días para nuestra supuesta salida. Bill salió a tomarse unas copas esa noche y lo atacaron y le robaron todo lo que llevaba encima y además le dejaron 3 costillas rotas y una brecha en la cabeza.
Él se planteó posponer el viaje pero al ver que no podía renovar su visado no le quedó otra que atiborrarse de analgésicos (de morfina) para llevar mejor el dolor y decidimos, aun así, levar el ancla, izar velas y poner rumbo al oeste. Por fin zarpábamos hacia “Las Américas”.
Parecía un sueño, la imagen de Ciudad del Cabo desapareciendo, y apareciendo, detrás de las olas que a medida que nos alejábamos del puerto y de la costa, parecía que estábamos en una montaña rusa. Hasta ese mismísimo momento no me había dado cuenta de la empresa en la que me había embarcado…
La primera ventana de buen tiempo la aprovechamos para salir. Aunque ni el viento ni las olas (de más de 6 metros) no nos eran favorables por lo menos nos daría tiempo a dejar atrás la siguiente gran borrasca procedente del Polo Sur.
Salimos mar adentro en busca de los afamados vientos alisios que esperábamos encontrar a 300 millas, frente a las costas de Namibia, y que desde allí, supuestamente, nos empujarían en la dirección que queríamos: hacia el noroeste.
A diferencia de lo que ocurre en el verano austral, esta célebre corriente de aire llega a tocar el continente en la región del Cabo, pero en invierno, hay que salir a buscarla junto con el fuerte oleaje originario de la Antártida.
Sentado en la cubierta del barco viendo desaparecer ese continente que tanto amo y en el que tanto he vivido, África desaparecía de mi vista a la vez que echaba por la borda el desayuno y cena de la noche anterior.
Estaba en mi ánimo no tomar nada para evitar el mareo, pero a medida que pasaban las horas y aumentaban de tamaño las olas crecían las posibilidades de encontrarme mal las 5 semanas de travesía. Al final decidí ponerme un parchecito detrás de la oreja y todos mis males desaparecieron…
Los primeros días me resultaron molestos. El fuerte oleaje y un fuerte viento racheado que no paraba de cambiar de dirección.
Con cada ola que nos embestía, y no fueron pocas, parecía que queríamos surfear en medio de la mar. Bill estaba preocupado al ver las crestas de las olas que rompían y dibujaban el horizonte azul de blanco…
Hacíamos guardias de tres horas de vigilia. Por el día no se presentaban inconvenientes, lo pasábamos leyendo, pensando u observando el horizonte pero por la noche se nos hacía más complicado ya que en las cinco semanas de travesía no pudimos dormir más de tres horas seguidas. Nos hablábamos solo durante el relevo, además de pasarnos el parte meteorológico y de las novedades habidas durante nuestro turno, del estado del viento, del tamaño de las olas y de lo bonito que estaba el cielo plagado de estrellas nos intercambiábamos algunas palabras de cortesía y nos deseábamos felices sueños (el saliente) y buena guardia (el entrante). Así cada tres horas.
Esta monotonía solo se rompió una noche. En mitad de una tormenta Bill vino a despertarme, llego corriendo a mi camarote para avisarme que se había roto el foque y que lo llevábamos colgado por la aleta de estribor. Teníamos que sacarlo del agua lo más rápido posible.
Me puse el arnés y cuando estuve bien atado y bien sujeto al “guardamancebos” y al candelero empecé a tirar de la vela que estaba empapada para subirla, mientras Bill con el timón dirigía la proa del barco hacía las olas.
No sé cómo ni de dónde saqué las fuerzas pero conseguí subir la vela a cubierta y pude volver a mi camarote para seguir con mis dulces sueños, que todavía me quedaba un poco hasta mi turno de guardia.
Y ponerse el arnés era tan importante como salvarse de morir ahogado, pues una vez en el agua es prácticamente imposible que te vuelvan a encontrar.
Cada noche, cuando disfrutábamos de un cielo despejado (fueron mayoría), pude observar como las estrellas se ponían por el este y por el oeste aparecían nuevas constelaciones, y días tras día veía hacerse la luna un poquito más grande, o más pequeña y a Venus que siempre nos daba las buenas noches…
Las noches más oscuras al salir a cubierta no se veía absolutamente nada. Solo se escuchaban las olas y el barco abriéndose camino entre ellas y percibías por las cabezadas del barco lo grande que había sido la última ola y por algún que otro “pantocazo”.
A medida que nos alejábamos de la corriente del Atlántico Sur y nos adentrábamos en aguas más templadas, en esas noches de oscuridad plena y en el que el color del mar es negro, dibujábamos a nuestro paso una estela con el plancton luminoso, que al igual que en una pista de tierra levantas polvo, aquí iluminábamos la mar.
Cada noche miraba el cielo y me sobrecogía su inmensidad; me dejaba sorprender por los cientos de estrellas fugaces que veía en ese firmamento limpio que me dejaba anonadado, eran tantas como los peces voladores secos que me encontraba al amanecer sobre la cubierta…
…y por el día, quitabamos las velas, enfrentábamos el barco hacia el viento para que no avanzara, y me sumergía en la inmensidad del océano, sabiendo que debajo de mi tenía por lo menos 6000 metros de profundidad. Me inquietaba pensar mientras miraba a las profundidades y solo se veía un azul cada vez más oscuro, qué habría por allí abajo…
Hicimos escala en la isla de Santa Elena, una pequeña isla en medio del Atlántico entre África y América del Sur, con poco más de dos mil habitantes, y uno de los lugares más aislados del planeta.
Perteneciente al imperio británico y hoy todavía colonia fue el lugar perfecto para exiliar a Napoleon trás perder la batalla de Waterloo, y fue allí, en medio del océano, donde murió.
La isla tiene indudablemente carácter británico y a veces daba la sensación de estar paseando por alguna remota aldea de Gran Bretaña.
De formación volcánica y abrupto paisaje la convierte en una autentica fortaleza natural, donde su único acceso es por la capital, Jamestown, de unos 700 habitantes…
Me desesperó un poco la idea de estar “atrapado” en esa islita ya que había recibido la maravillosa noticia desde España que mi hermana había encontrado finalmente un donante compatible, y que en las próximas semanas le harían el trasplante.
A pesar de eso, y de encontrarme a varias semanas del aeropuerto más cercano, me dispuse a disfrutar ya que nunca se sabe si se volverá a algún sitio, y Santa Elena, debido a su situación geográfica, no es uno de esos países a los que se suele volver.
Pasé los días disfrutando de este pequeño trozo de tierra en mitad del océano, de unas increíbles y desérticas caminatas…
…
.. y pude gozar del barco para mi solo en medio de un precioso mar de aguas cálidas, cristalinas y plagadas de delfines…
… mientras Bill pasaba los días en el único hostal de la isla a la espera de la llegada mensual del barco RMS St.Helena procedente de Ciudad del Cabo, el único medio de trasporte posible desde y hacia la isla, y coincidiendo en fin de semana el quería aprovechar para ver como era la noche isleña en el único pub del país.
Y a la vez que zarpábamos y nos despedíamos de tierra firme con lluvia y mal tiempo, al mirar hacia atrás sobre el mar apareció un arco-iris…
… y nos embarcamos en la segunda etapa de esta travesía por el Atlántico, empujados por los mismos vientos que quinientos años atrás llevaron a los navegantes europeos por las mismas rutas que seguíamos nosotros.
Avistar tierra después de cinco semanas desde que partimos de Sudáfrica fue mágico…
… aunque las vistas que nos encontramos fueron bien distintas que las de hace cinco siglos.
En vez de selva y vegetación se presentaba ante nosotros una jungla de cemento y hormigón, que después de tantos días en el mar, me dió tanto miedo como respeto.
Sin duda el problema más grande al que he tenido que enfrentarme han sido las enfermedades.
Por suerte no han sido muchas las veces que me he puesto enfermo.Sin ir más lejos estuve casi los primeros 4 años de viaje sin enfermar ni una sola vez y eso que alguna noche acampé a -42℃ o bebía agua de los grifos en la India.
Tendrá que ver la buena alimentación y la condición física en la que me encontraba con tanta bicicleta que me hacia tener mas y mejores defensas.Podría ser.
Pero hay ciertas enfermedades en las que el evitarlas esta fuera de nuestro alcance , como la malaria, donde depende del gusto de un mosquito y que seas tu el elegido como su cena.
Este mosquito, el anopheles, al picarte te deja un parásito en la sangre que rápidamente va a al hígado a reproducirse, y de ahí de nuevo al torrente sanguíneo en cantidades cada vez mas numerosas atacando a los glóbulos rojos.De ahí que los brotes se hagan cada vez mas fuertes.
Si nunca has estado en contacto con esta enfermedad y no tienes medicamentos a mano, es muy probable que el final de la historia sea la muerte, pero si tienes los medicamentos a mano y los tomas a tiempo puede ser tan pasajero como una gripe.
Lo malo de todo esto es que el cuerpo se debilita,especialmente la sangre,por eso que después de mis dos ultimas malarias enfermé rápidamente de la fiebre tifoidea.
El cuerpo estaba débil y ni las vacunas hacían efecto.
La fiebre tifoidea es una enfermedad que también puede ser mortal si no la tratas a tiempo,aunque por suerte es una enfermedad mucho más lenta y menos agresiva a corto plazo, aunque requiere ,eso si ,de una recuperación mucho más lenta y diez días de antibióticos.
La bacteria del tifus te come las paredes del intestino, y estas tardan mucho en recuperarse, a la vez que un intestino más debil y dañado no puede trabajar con normalidad, y hace que tu cuerpo se encuentre especialmente débil.
Esta no es la condición más apropiada para seguir montando en bicleta por África,por eso que hice una larga parada en el lago Malawi.
Estas enfermedades requieren mucha atención y cuidados, ya que la salud es lo que te permite estar viajando, y si esta falla, todo se termina.
Es más de un año desde la ultima vez que me puse malo,y de todo esto solo me quedan unas pequeñas secuelas en los oídos.
Un zumbido constante en el tímpano al ritmo de los latidos del corazón que solo molesta cuando estoy en el más pleno silencio.Dice el otorrino que es para toda la vida.
Y son en esas noches cuando antes disfrutaba del más pleno silencio que pienso que tendría que haber tenido más cuidado.
Salí de Nairobi con la pereza que te da el dejar atrás el confort y las comodidades que te ha ofrecido el paso de unos pocos días en una ciudad, aunque una vez sobre la bicicleta rumbo a zonas desconocidas y ya sentado sobre el sillín, la pereza se esfuma tan rápido como el olor a ropa limpia….
Me dirigía hacia el oeste de Kenia para entrar desde allí a Uganda, pero antes no quería dejar de visitar una de las regiones más remotas, pobres y temidas de toda África: los distritos de Baringo y de Pokot oeste en la provincia del valle del Rift.
El norte de Kenia y las tribus que habitan esas tierras son conocidos no solo por sus terrenos abruptos y hostiles, sino por los asaltos que sufren muy a menudo los forasteros.
Dos de esas tribus que habitan la región son los pokot y los turkana que han estado, y siguen, enfrentadas desde tiempos inmemoriales por culpa del ganado; son pueblos pastores que creen que son los elegidos por sus respectivos dioses para guardar, guiar y apacentar todo el ganado que hay sobre la faz de la tierra; ellos son los nombrados por sus deidades para su protección y por tanto creen que todo ganado que no esté en sus manos y bajo su control es porque en algún momento del pasado les fue robado, y esto se convierte en un problema serio cuando varias tribus piensan lo mismo.
No hace muchos años los contendientes utilizaban arcos y lanzas para dirimir sus diferencias, ahora cuando se produce alguna escaramuza para arrebatar el ganado que la “orden divina” les ha encomendado, ahora “los pastores” constatan que son más eficaces los afamados fusiles de asalto AK-47 popularmente conocidos como Kaláshnikov. Y en muchas ocasiones es la sangre, en vez de la lluvia, la que empapa la tierra.
Una amiga de Nairobi que me había proporcionado alojamiento me puso en contacto con un antiguo compañero suyo de trabajo que nació y reside en la zona, y mejor que nadie podría ponerme al día de la situación sin los añadidos de los consabidos tópicos y con una información veraz en relación con la situación actual.
Aquellos que nunca habían estado y su información provenía de otras personas me aconsejaban tajantemente que no visitara esa región, pero mi fuente más fiable me decía que no tendría ningún tipo de problema mas que el calor infernal que flagela el valle del Rift.
Abandonaba por fin la carretera nacional y ahora me dirigía hacia el norte por una camino con un asfalto tan nuevo que podía oler el alquitrán y a lo largo de todo el día no fueron más que un par de vehículos los que se cruzaron conmigo, y estos eran los autobuses escolares que llevaban a los niños desde sus lejanas aldeas al único colegio de la comarca.
Y en la orilla de la carretera pude comprar la mejor gasolina para un ciclista: “miel”
En esta carretera me crucé de nuevo con la línea del Ecuador, y aunque mi destino final en el continente estaba bien al sur, me volvía a encontrar en el norte, y de nuevo, la Estrella Polar me daba las buenas noches.
Este territorio a pesar de estar cerca del ecuador y ser una zona en las que las precipitaciones son abundantes a lo largo del año, el paisaje que se descubría ante mí era completamente árido. Pasados unos días, James, un geólogo eritreo que reside en Kenia desde hace mas de 20 años me ofreció ayuda y cobijo y el calor de una familia…
…ademas me explicó que el calor es tan fuerte que gran parte de la lluvia no llega a filtrarse y se evapora en un santiamén, privando así a estas tierras yermas y pobres del bien más preciado: el agua.
Una región abandonada de la mano de dios y sus habitantes de su gobierno lo que obliga a los pobladores de estas tierras a buscar en los lechos de los ríos el agua que ha logrado filtrarse, pero al igual que esos autobuses que llevan a los niños a los colegios, podía ver una infraestructura todavía por estrenar y que algún día conducirá el agua a los moradores de este territorio.
Pero hasta que llegue ese momento sigue siendo una de las regiones más azotadas por las sequías en África…
Esto y otros muchos detalles hacían de Kenia un país diferente a los que me había encontrado. Podía palpar esos pequeños detalles que intentaban mejorar la vida de sus ciudadanos.
Una noche como cualquier otra paré a buscar agua y un lugar donde montar la tienda. Una señora mayor, Marie, se acercó a mí y cuando descubrió que viajaba solo temió por mi seguridad y me invitó a pasar la noche en su casa, este hecho llamó mi atención ya que este tipo de invitación suele hacerla siempre el hombre de la casa.
Marie, animada, sonriente y emanando una alegría excepcional, me reveló en medio de la conversación que su marido había fallecido hacia unos años y que ella sola había tenido que sacar su familia adelante.
Los pocos ahorros que le dejó su marido los invirtió en ganado, y que ahora produce productos lácteos que vende en la capital.
Una mujer viuda emprendedora no es lo más habitual en un continente tan machista, y esto no ha sido más que el resultado de tanto empeño puesto en la educación como pilar del progreso y desarrollo, y en eso Kenia es lo que ha marcado la diferencia con respecto a otros países africanos.
Como la mayoría de personas que me dan cobijo acaban encariñándose con este viajero que os escribe, al igual que yo de mi nueva madre africana adoptiva.
Estaba ya muy cerca de la línea que marcaba la entrada en territorio hostil, la tierra de los pokot y Marie no quería que me fuera.
– Tú que vas en bici a lo mejor no tendrás problema. Si fueras en vaca sería diferente. Anda con cuidado hijo mío y no dejes de darnos noticias siempre que puedas- .Fueron sus palabras de despedida.
Meses más tarde, sigo en contacto con esta familia que en una sola noche me demostró que me querían casi como a un hijo.
Más al norte el paisaje se presentaba más yermo …
… y la apariencia de los pueblos que habitan estas tierras se volvió mucho más propicia y auténtica para hacer fotografías…
… más africana como diría una persona que nunca ha puesto un pie en este continente, que al igual que para un americano que solo conoce España a través de los panfletos turísticos se imagina al hombre español vestido con trajes goyescos y a la mujer con trajes de flamenca cargado de faralaes.
Y los caminos hasta estas tierras se complicaban cuanto más al norte…
…
Y los pokot, temida tribu donde las haya, visten medio desnudos y con plumas en la cabeza.
Tuve la mala suerte de pinchar en el primer pueblo Pokot, y tanta información negativa me causaba cierto respeto. Los veía ahí con taparrabos, con plumas en la cabeza, sin hablar, mirándome fijamente mientras cambiaba la rueda, que llegué a pensar que en cualquier momento me irían a clavar una flecha.
Y lo mismo que no todos los españoles ni vamos a caballo ni bailamos sevillanas, muchos pokot visten pantalones y camisetas, especialmente de equipos de fútbol.
Hablando un perfecto inglés el peluquero de la aldea se acercó a ayudarme mientras yo esperaba a que se secase el parche de la rueda y me trajo agua y jabón para que me lavara las manos.
Me comentó que hacia años esa era una zona muy peligrosa para los forasteros, pero que poco a poco, con la llegada de inversión y progreso la zona había experimentado un cambio enorme.
La policia que me encontré en el camino tan solo me avisó de los peligros a los que podría enfrentarme pero no me desaconsejó en ningún momento seguir…
El miedo se diluía a la vez que me adentraba en territorio Pokot, ya que uno de los principales pilares que motiva los miedos es lo desconocido.
Y a la hora de acampar con toda la información que tenía, mejor buscar un lugar bien escondido…
Me encontré esa estampa tan típica de las películas donde al atardecer tras una acacia o un baobab se pone ese majestuoso y rojo sol en el horizonte…
Grandes y áridas llanuras donde con el paso de los días las sombras eran escasas y a la hora de la siesta no podía dejar escapar cualquier oportunidad…
…y los pocos arboles que había servían para colgar la bolsa de agua y regalarme una ducha a la hora de acampar…
En lugares diferentes pero siempre bajo el mismo techo…
Me adentraba en tierra de los Masaai y éstos aparecían de vez en cuando junto a su ganado…
Días más tarde me volví a encontrar con Charly Sinewan a los pies del Kilimanjaro y desde allí haríamos nuestro ultimo día juntos hasta la frontera con Kenya, donde nos tocaría despedirnos…
Después de transitar por senderos y carreteras tranquilas encontré finalmente y desgraciadamente la carretera principal del país que une la ciudad portuaria de Mombasa con Nairobi.
Mucho tráfico y conductores temerarios a los que parecía importarles muy poco la vida de los demás, especialmente la de este ciclista.
Con mi caballo de hierro tuve que saltar fuera de la carretera en más de una ocasión para evitar que algún conductor me llevara por delante al invadir mi carril en un adelantamiento, pero aun así, llegué feliz y pletórico a Nairobi.
En este video de Charly Sinewan podeis verlo sobre una moto.Imaginaros entonces con una bici…
Coincidió mi llegada con la de Barak Obama y la ciudad prometía ser un auténtico caos. Las extremas medidas de seguridad que se habían puesto en marcha para la visita del presidente americano colapsaron completamente la ciudad, y tuve miedo en volver a ser confundido con un terrorista ya que la amenaza más importante venía de los islamistas de la vecina Somalia, pero no fue así y me encontré con una ciudad civilizada y una policía fácil y amable.
La ciudad más allá de los suburbios tiene poco encanto y vida africana, donde la vida de esta ciudad se centra en algunos de los muchos centros comerciales donde pude disfrutar de los aires acondicionados y estanterías llenas de diferentes productos en los supermercados.
En las calles se veían infinidad de carteles dirigidos a Obama: “Bienvenido a casa” y cada movimiento de su visita fue televisada.
El último día vi a varias personas hipnotizadas mirando una televisión donde la imagen del Air Force One iba desapareciendo en el cielo a al despegar hacia su siguiente parad, Etiopía.
Los miraban con pena como su hijo predilecto volvía a abandonar su tierra.
En otro momento vi el emotivo y bonito discurso que dio Obama en la Universidad de Nairobi, y reconozco, que acabó cayéndome mejor este gran predicador.
Un discurso muy critico pero muy motivador, donde puso énfasis en acabar con la corrupción, la igualdad de la mujer y el desarrollo.
Noté una gran diferencia con el resto de países y vi en sus ciudadanos grandes ganas por mejorar, por crecer, por aprender, por desarrollarse.
Vi , por primera vez, esperanza en este continente que parece haber sido el resultado del empeño que se ha puesto en la educación.
“No podemos echar la culpa toda la vida a la colonización”-me dijo un estudiante.
Y después de unos días de comodidades y despedirme de Charly continué hacia el este, dirección Uganda.
Hacía tiempo que le venía siguiendo la pista a Charly Sinewan.
Los dos viajábamos por África.Los dos sobre dos ruedas.El en moto y yo en bicicleta,y a pesar de eso ,parecía que a la misma velocidad.
Tenía muchas ganas de conocer a esa persona que a pesar de moverse en un vehículo motorizado viajaba sin fechas,sin prisas y sin metas.
Las ultimas noticias que tenía de él era que se encontraba en un carguero de camino a Tanzania en algún lugar del océano indico entre Madagascar y el África continental.Tuve la grandísima suerte de aparecer en Dar es Salaam al mismo tiempo que el.
Dios los cría y ellos se juntan.
No nos conocíamos personalmente pero no fue difícil reconocerlo en el puerto cuando entre una gran multitud apareció con su inseparable BMW.
De todos los videos y fotos que ya había visto de él era como si le hubiera conocido con anterioridad en persona.
Aun más cuando al saludarnos nos dimos un abrazo de esos que le das a un amigo de toda la vida al volver a verlo después de mucho tiempo.
Fuese como fuese queriamos viajar juntos por un tiempo,y los siguientes sobre un mapa dibujamos y planeamos la ruta.
Nuestro primer destino era bastante llamativo: Tanga.
Yo saldría unos días antes y el me alcanzaría días más tarde,así partiendo la ruta en diferentes etapas.
Lo bueno de viajar con una persona como Charly no es solo compartir ruta con una de las mejores personas que te puede regalar el camino, sino que al final del día te llevas de recuerdo un precioso reportaje.
Nada mejor que veáis el video para que me deis la razón, y suscribiros a su canal de Youtube que bien merece la pena…
Dejé atrás las tierras altas de Tanzania y los pequeños senderos por los que transitaba…
…a la vez que el aire fresco y limpio tan deseado de las alturas. Demasiado frío para lo que estaba acostumbrado este viajero, pero aun así lo agradecía.
Comencé a bajar el pequeño puerto que me llevaba a un esplendoroso valle, el paisaje que tenía delante era magnífico….
El sendero, a medida que bajaba, se ensanchaba y se me hacía más fácil pedalear sin tener que estar ya pendiente del pedregal ni de las terribles cuestas. Después de tanto rompepiernas disfrutaba por fin de una larga y merecida bajada.
Una vez abajo, el camino trasncurría a los pies de los acantilados que marcaban el comienzo del valle…
En esos acantilados aparecían tímidas algunas cascadas, s que alimentan de agua las zonas inundables y los campos de arroz del valle.
Ahora, las tierras volvían a ser extremadamente fértiles…
…y la gente volvía a tener cosechas más allá que maíz.
Volvían a aparecer aldeas llenas de vida. En una de esas aldeas conocí a Chuck Norris.
Como en mucho lugares del mundo, los padres llaman a sus hijos rememorando algún hecho histórico del año del nacimiento. Hacía 20 años puede ser que llegara la televisión a esta aldea, y por aquel entonces Chuck Norris era la persona que más llamó la atención de sus padres y por ello que decidieron bautizar con ese nombre a sus hijo…
Sin darme cuenta, el camino me condujo a un maizal protegido con una cerca de estacas bajas que parecía haber sido puesto allí por los paisanos para proteger el maíz de los “habitantes” herbívoros de la zona, entre ellos los elefantes.
En medio del maizal vi unas instalaciones precarias y destartaladas y un grupo de soldados en medio de un claro. Era una base militar del ejército tanzano donde para seguir avanzando un soldado hubo de levantar un palo que hacía de barrera de seguridad.
El soldado que hacía de guardia me permitió el paso pero pocos metros más adelante otro soldado, aparentemente de rango más alto, pegó unos gritos mostrando su disconformidad y desaprobando la actitud del centinela y ahora, esta vez si, me dieron el alto y me obligaron a pararme.
Otros soldados que estaban por allí cerca, viendo pasar las horas, dejaron de hacer aquello que no hacían y se unieron como refuerzos.
Me pidieron la documentación y noté sospechas hacia mi persona.
El sol por esas latitudes calentaba más fuerte y al estar parado y sin la presencia de siquiera una leve brisa parecía que me fría la cabeza. Las gotas de sudor comenzaban a empapar todo mi cuerpo.
Mi pasaporte pasaba de unas manos a otras cuando noté como un soldado parecía haber encontrado la prueba definitiva que fundaban todas sus sospechas.
En una de las páginas estaba mi visado de Mauritania y mostraba mi foto con la cabeza afeitada y una barba larga. Además, el visado estaba en grafía árabe.
Recuerdo llevar esa apariencia de talibán a petición de Natalia (por aquel entonces mi pareja)y ante sus miedos de cruzar un país de tan mala fama, decía que prefería causar la impresión de que yo fuera un tipo más duro y peligroso. y con el pelo largo yo tenía cara de buena gente.
– ¿Y esto qué? ?¿Por qué está en árabe?
– Porque es el visado de Mauritania.
-¿Pero, eres árabe?
-¡No!.
-¿Entonces por qué está en árabe?
-Le muestro entonces el visado de Tanzania que está escrito en swahili y le digo que yo no soy swahili.
– Es verdad. Tienes razón. ¿Nos puedes mostrar lo que llevas en la bici?, me dice serio el oficial, mientras sin soltar el pasaporte me vuelve a preguntar si soy árabe.
-Soy español, católico, católico apostólico romano- y le muestro la carta del obispo, la cual no le hizo mucha gracia que fuera sellada y escrita en Nigeria.
Me ordenaron abrir cada una de mis alforjas y enseñar todo su contenido. Una por una fui vaciando todas las alforjas e incluso tuve que vaciar mi neceser.
Continuaron con el registro, puntillosos en extremo, pero sin acercarse demasiado, y me iban preguntando qué es esto y lo otro, entre curiosidad y sospechas.Lo que más impresionó fue sin duda el hornillo de gasolina.
Desde que empecé a viajar era la primera vez que me registraban tan minuciosamente, más incluso que en Nigeria cuando fui confundido con un infiltrado de Boko Haram, o en Turkmenistán cuando echaron a un perro policia sobre mi bicicleta y que acabó agujereando de una mordida mi preciado saco de plumas.
Ahora sospechaban, que era de Al-shabaab, el grupo islamista somalí.
A pesar que la mayoría de acciones del grupo terrorista al Shabaab se han producido en sus países vecinos del norte, compruebo que al igual que en Nigeria, viven con miedo a lo desconocido, y que las alarmantes noticias sobre europeos alistándose en las filas del Estado Islámico no ayuda nada.
A pesar de mis intentos de explicar que mi país no era vecino ni de Irak ni de Somalia,y que el Estado Islámico no controlaba ningún barrio de mi país lo que más ayudo fue mencionar a alguno de los jugadores de la selección española, relacionando el parecido de mi color de piel con algunos jugadores como Fabregas, y no con el de Bin Laden.