Acostumbro a desplazarme de un lugar a otro por zonas rurales y evitando las rutas con tráfico intenso de vehículos porque así puedo pedalear pausado y avanzar por el camino con sosiego. Me desplazo con tranquilidad, huyendo de camiones y coches que distraigan mi atención o me asusten y de este modo pueda recrearme con calma de lo que me rodea.
Estoy convirtiéndome en un auténtico fóbico al tráfico de las urbes, entrar en las ciudades encima de mi bicicleta me espanta y la solo idea de tener que transitar por la gran ciudad de Buenos Aires con un tráfico caótico me produjo pánico.
Siempre que puedo evito visitar cualquier ciudad, y aunque en África muchas capitales eran parada obligatoria para tramitar los visados para poder entrar en los países vecinos, Buenos Aires era ahora mi primera ciudad en todo el continente americano desde que desembarqué en Salvador de Bahía.
Tenía que recoger todo mi material que me habían traído desde Madrid para afrontar la Patagonia en invierno, y más importante todavía, tenía que encontrar una solución al problema del cuadro de mi bicicleta que ya no soportaba más soldaduras.
Fue una entrada fácil y sencilla en el “buque bus” que hace el recorrido desde Colonia de Sacramento en Uruguay, y una vez en el muelle de Buenos Aires había un carril bici directo hasta el barrio de Belgrano; donde estaba la casa de Aran, la chica que me había traído todo desde España.
Todo estaba resultando más fácil de lo que me imaginaba y en tan solo un día todos mis problemas estaban solucionados.
Mi cuadro antiguo pasó a mejor vida y aunque me dio pena ver que lo que antes era mi amado caballo de aluminio con el que había compartido tantos momentos, ahora se había convertido en tan solo unos trozos de tubo…
…vi nacer la que ahora es y será mi compañera de viaje en lo que me queda de mundo. Os presento a… Patagonia.
Los problemas e imprevistos no siempre son sinónimo de dificultades y en muchas ocasiones para mí resultan ser situaciones que al final festejo y que me han llevado a encontrar a mucha gente que me aporta soluciones y me hacen descubrir el modo para llegar a solucionarlos.
Con todo arreglado solo me quedaba salir de la ciudad, y de ninguna manera quería hacerlo en bicicleta. Miré trenes y otros medios de transporte para abandonar ese enjambre de hormigón y asfalto donde viven más de 13 millones de personas.
Marcelo, un fiel seguidor de Charly Sinewan, me escribió y se ofreció a sacarme de Buenos Aires en coche hasta el pueblo de Lobos, a unos 130 Km. de la ciudad, y desde allí pensaba que podría continuar mi camino tranquilamente hacia el sur.
Me alegré de haber partido el cuadro, porque aunque hubiera tenido que entrar en Buenos Aires lo que me quitó el sueño muchas noches, este inesperado contratiempo me había hecho conocer a gente extraordinaria.
Fuera de la ciudad el tránsito de camiones era horroroso pero la carretera tenía un perfecto arcén, o banquina que es como lo llaman aquí, y ahora en vez de edificios se veían campos de cultivo.
Dos días más tarde el arcén desapareció y el tráfico de camiones seguía siendo muy intenso. Cada vez que se encontraba un camión con otro de frente no había hueco para este pobre ciclista y tenía que salir huyendo del asfalto cada vez que veía de frente un camión y el retrovisor me avisaba de que tenía a otro detrás de mí.
Esa jugada se repetía muy a menudo y dejé de encontrar sentido a pedalear de ese modo. Me jugaría la vida por escalar una montaña, por cruzar el océano, por pedalear entre leones, pero jugarme la vida por ir luchando contra camiones me parecía lo más estúpido del mundo.
Paré al lado de la carretera y sin haber hecho ninguna señal un camionero paró y me preguntó si necesitaba ayuda. Le dijé que a 150 Km. de distancia había un cruce desde donde yo podría seguir pedaleando con más tranquilidad por una carretera secundaria y él se ofreció a llevarme.
Patagonía en el remolque y yo en la cabina con Juan (nombre ficticio del camionero) empezábamos un nuevo trecho de esta etapa en Argentina. Antes de arrancar él sacó una pequeña bolsa de pástico que contenía polvo blanco y con su tarjeta de identidad pellizcó un poquito de polvo que esnifó.
Se puso a llover y cada vez que nos cruzábamos con otro camión de frente la carretera era tan estrecha que por el retrovisor veía como las ruedas pisaban la línea blanca y en ocasiones incluso la hierba de la cuneta. Me imaginaba yo pedaleando por el asfalto y me alegraba mucho de no estar ahí, aunque mi conductor no estuviera en las mejores condiciones.
Cada 20 ó 30 minutos Juan sacaba su bolsita y, sin soltar el volante, se volvía a meter una pizquita de polvo.
Se puso a llover sin parar y a pesar de todo lo que Juan había esnifado yo le veía bostezar-
– ¿Cuanto llevas sin dormir?-le pregunté a Juan
– Unas 30 horas, pero ya estoy acostumbrado, no te preocupes.
Justo con los últimos rayos de sol que se colaban entre las nubes que no dejaban de lanzar una lluvia intensa y por esta aterradora carretera…
…llegué a mi destino, el cruce que me llevaría, por carreteras más tranquilas, hasta Sierra de la Ventana.
Esa noche paré en la estación de los bomberos de Torquinst, los mismos que al día siguiente les tocó hacer una salida para ir a buscar el cuerpo de un ciclista turco que fue arrollado por un camión en la misma carretera por la que yo había decidido no transitar. De esto me enteré por los muchos mensajes de gente que había conocido y que me escribían pensando, al ver las fotos en los periódicos, que ese ciclista podría haber sido yo.
*Llevo el blog con unos meses de retraso.Este relato corresponde a finales mayo.