Tantas veces había escuchado la palabra Iguazú que con solo escucharla me trasladaba a un lugar extraordinario.
En la asociación ciclista de la ciudad brasileña Foz de Iguaçu me consiguieron un pase gratuito para visitar las cataratas, y de no haber sido así no sé si las hubiera visitado. A lo largo de muchos años viajando unas de las muchas cosas que he aprendido es que los mejores lugares no tienen precio, aunque es cierto que siempre hay excepciones.
Algunos se refieren a ellas como una de las “7 maravillas de la naturaleza”, algo que encuentro ridículo e imposible. Cómo entre tantos y tan diversos lugares que hay en nuestro planeta alguien sea capaz de comparar y elegir los 7 mejores. No solo lo encuentro irrisorio, sino absurdo.
Salí de madrugada para intentar llegar el primero y también evitar las horas más calurosas, pero no sabía que la hora había cambiado respecto a Paraguay y cuando llegué me encontré con hordas de turistas que esperaban al autobús que les llevaría a los miradores. Mi bicicleta y yo, ella cargada con todas las alforjas, para así después poder pedalear y cruzar directamente a Argentina y no tener que esperar, y, gracias a eso pude llegar de los primeros.
La carretera dentro del parque transitaba paralela al río y aunque su espesa vegetación no me permitía ver nada, el ruido atronador del agua y los muchos helicópteros que volaban la zona me hacía presentir que detrás de tanto árbol había algo fantástico y admirable.
Al encontrarme frente a ellas vi que su soberbia belleza no se la daba el gran volumen de agua que se abría camino como un océano entre acantilados, mirase a donde mirase había saltos de agua abriéndose camino y desparramándose con furor entre la tierra y las rocas con un ruido atronador, sentí un estremecimiento y me vi contemplando un dibujo hiperrealista, por su acabado sumamente minucioso y perfecto, que consiguió dejarme extasiado.
Ninguna de las fotos o postales que había visto del lugar hacían justicia al prodigio que se manifestaba ante mí.
La naturaleza se había esforzado, una vez más, en regalarme otro espectáculo maravilloso.
…y una vez más había llegado a lomos de mi bicicleta…
Atracamos en el puerto de Concepción antes del amanecer pero yo seguí durmiendo hasta que el calor del sol me sacó de mis sueños. Ya no había nadie en el barco y en la proa, antes llena de mercancías, ahora estaba solo mi bicicleta.
Armé las alforjas y empujando la bici sobre unos estrechos tablones desembarqué y acabé en un descampado de tierra que hacía de muelle.
Las calles de la ciudad son un entramado de calles paralelas y perpendiculares; no veo a nadie caminando, son las calles vacías y solitarias de cualquier domingo caluroso en un país cristiano.
No llevaba recorrido ni un kilómetro cuando me encontré un hotel, que también era karaoke, y paré a preguntar el precio de la habitación, al cambio eran 5 €, ¡y tenía aire acondicionado!.
Me permití ese lujo y además aproveché para lavar toda mi ropa, poner a punto la bicicleta, cocinar a gusto en la habitación y disfrutar haciendo absolutamente nada.
El último mes en Brasil había resultado caluroso y húmedo, particularmente desde que entré en la región de Pantanal, y disfrutar de un lujo como es una máquina que respira aire caliente y expulsa aire frío era algo con lo que soñaba desde hacía tiempo.
El clima húmedo tropical acompañado de temperaturas sofocantes me habían destrozado, y sumado a la impaciencia porque llegase el ansiado invierno los días estaban acabando conmigo. Solo tenía en mi cabeza avanzar para dejar el calor y los trópicos atrás. Estaba ya cansado de encontrarme con paisajes muy similares y el desánimo empezaba a apoderarse de mí.
Llegué a Sudáfrica con ese mismo cansancio pero en ese mismo país, ya fuera de los trópicos, me encontré con paisajes completamente diferentes y me hizo olvidar por un tiempo lo mucho que necesitaba esos cambios.
Pero el barco desde África me había devuelto al corazón del trópico, a Salvador de Bahía, y eso era justo lo que no quería.
Sabía que me quedaba poco para por fin alejarme del clima tropical. Concepción estaba a tan solo 30 Km. del trópico de Capricornio, y mi aliciente no era solo cruzarlo, sino llegar lo antes posible a los Andes, a la Patagonia, o a cualquier sitio que pudiera enamorar de nuevo mi retina.
La falta de estímulos no era porque el paisaje no fuera admirable, que desde luego sí lo era, pero después de tantos años viajando me surgen algunos inconvenientes porque tengo la impresión de que no encuentro algo que provoque mi atención.
Paraguay fue uno de los países donde más lo sufrí, no solo porque es un país “en el que no hay nada que ver“, sino porque ya podía ver en el mapa el cono sur del continente con el que tanto tiempo había soñado.
Crucé los 600 Km. que me separaban de Ciudad del Este, que hace frontera con Brasil, en apenas 5 días.
Estaba abrumado y hastiado, avanzaba con la mente puesta en llegar y pasaba todo ante mis ojos sin verlo, estaba condenado a no disfrutar y el tedio hacía mella en mi ánimo.
Pero, todo es parte del viaje. No se puede estar todos los días igual de entusiasmado y estos dilemas te dejan en el mundo real, y parece que todo se desmorona.
Hice una parada en lo que decían era uno de los lugares más bonitos de Paraguay: la laguna Blanca. Para mí una pequeña laguna como cualquier otra, en un día además con mucho calor y humedad, y donde en otro momento hubiera parado varios días pero que no tardé ni un solo día en volver a montar todo sobre la bicicleta y seguir rumbo a Brasil.
Con esta mentalidad estaba condenado a no disfrutar del país, pero no podía ni quería exigirme más. Era lo que era y me sentía como me sentía.
Desde hacia tiempo venia hablando con Albert Sans, un amigo ciclo viajero que también andaba por Paraguay. Pensaba que nunca le alcanzaría ya que llegó más de año antes que yo a Brasil, también en un barco a vela pero desde las islas Canarias, y ahora por fin le tenía muy cerca.
En las antípodas de mi ritmo actual de viaje, él había tardado en hacer más de un año lo que yo había hecho en poco más de dos meses.
Me ilusionaba coincidir con otro viajero y compartir kilómetros con él, y aunque sabíamos que no duraríamos mucho por nuestros ritmos tan diferentes,hablamos para encontrarnos dentro de una semana en las cataratas de Iguazú.
Llegué a Ciudad del Este y salí tal y como entré, sin sellar mi pasaporte en una de las fronteras más transitadas que he estado nunca, y la más rápida que he cruzado también.
Y yo me fui con la misma sensación que debería sentir mi pasaporte, sin quedar constancia de nuestro paso por Paraguay, me fui con esa sensación: la de no haber estado.
Brasil era mi primer país en América y a pesar de haber llegado con miedo a lo desconocido y con prejuicios equivocados me encontré con un país amable y hospitalario, de gente cálida y alegre, y desde el primer momento me lo demostraron, y aunque sí es verdad que es más peligroso y pude percibirlo (pero no sufrirlo) en una gran ciudad como Salvador de Bahía, no me encontré con nada diferente a lo que vengo acostumbrado. La gente, sin importar religión, color o dentro de que fronteras se encuentren, es buena.
Las distancias en este inmenso país son enormes y sobre el mapa me daba la sensación de no avanzar, que era lo que me pedía el cuerpo después de los meses de parón que tomé para estar cerca de mi hermana.
Me detuve muy poco en los sitios, solo lo necesario para avituallarme. Pero lo bueno de la bicicleta es que te permite viajar a la velocidad perfecta para observar y entrever la vida de lo que dejas atrás, a cámara lenta.
En algo menos de dos meses había recorrido más de 4000 Km. y poco a poco me iba acercando a la que sería mi primera frontera en este continente.
Paraguay estaba a la vuelta de la esquina y siempre que cambio de país emerge dentro de mí de una agradable sensación.
Recuerdo cuando viajaba con Naty como al cruzar cada frontera chocábamos las cinco como si acabáramos de cruzar una meta. Las fronteras siempre muestran cambios contundentes y yo que acostumbro a ver venir los cambios poco a poco, al sentirlos y vivirlos tan repentinamente, los percibo mucho más.
Quería salir de Brasil por Porto Murtinho, y de ahí subirme en el Aquidabán navegando río abajo hasta Concepción, ya en Paraguay.
El problema era que en esa frontera no había puesto de inmigración del lado brasileño y no podría sellar mi pasaporte, por lo cual la única opción que tenía era entrar en Paraguay ilegalmente y que que no me vieran los de inmigración, ya que mi intención era volver a entrar en Brasil y si conseguía entrar sin que me sellaran el pasaporte sería como si nunca hubiera salido del país; el único riesgo era que me pararan en Paraguay y si no tenía los papeles en regla…. ya se me ocurriría algo para alegar.
Llegué a Porto Mourtinho, en el estado de Mato Grosso do Sul, ya entrada la noche y el barco pasaría de madrugada en su recorrido de vuelta al sur , por lo que tenía que cruzar como fuera al otro lado del río.
Era viernes por la noche y pregunté a unas personas que se estaban tomando unas copas en la orilla del río. Me dijeron que ya no había balsas para cruzar pero después de un rato charlando con ellos se ofrecieron a pasarme a la otra orilla en su barca.
Era media noche, a oscuras, sin policía ni inmigración a la vista, y yo iba a pisar, de nuevo, un nuevo país…
Era mi primera frontera en América.
Monté la tienda en la orilla del río para despertarme con el ruido del barco, el Aquidabán, a su llegada.
Yo, ignorante, pensaba que en Paraguay se hablaba el español, y aunque es idioma oficial y casi todo el mundo lo sabe hablar, el idioma que utilizan normalmente es el guaraní.
Me interesé en aprender el nuevo idioma pero al preguntar como se decía buenas noches, (Pende pyhare porã) desistí.
El Aquidabán es el único medio de trasporte en la remota región del Alto Paraguay y la gente que habita estas tierras depende de este barco para el comercio y su transporte, para vender sus productos en las ciudades al sur o para abastecerse en ellas, siendo el río Paraguay la arteria que da vida a esta región.
Subí empujando la bicicleta por un tablón estrecho de madera que hacía de rampa mientras yo intentaba mantener el equilibrio para no caerme. Coloqué la bicicleta en la proa junto a unas bidones que estaban llenos de peces vivos y con sus brincos salpicaban de agua la cubierta; busqué cobijo en el interior del barco donde pudiese dejar mis alforjas y crear mi nido particular en esta travesía que iba a durar más de 30 horas.
Dentro del barco me encontré un “mini mercadillo” que habían establecido varias mujeres que trataban de vender su mercancía antes de llegar a puerto; esa escena me llevó por un momento a África…
En la cubierta superior, en una esquinita, puse mis alforjas y con el suave cabecear del barco volví dormirme como un bebé al que mecen en su cuna y le cuesta salir de sus sueños.
Un par de horas más tarde me desperté con una canción de Enrique Iglesias que sonaba a todo volumen en la cocina, y cuando pensaba que la música no podía ir a peor reconocí rapidamente la voz del siguiente artista: Camilo Sexto.
Uno de los camarotes estaba ocupado por unos policías que trasladaban a un delincuente a la cárcel de Concepción…
No se movía ni una pizca de aire y el agua del río se nos mostraba como una balsa de aceite…
…y la tranquilidad solo era alterada cada vez que parábamos en alguna aldea a la orilla del río para que se subieran, o bajaran, más pasajeros…
Recordé los días que pasé en alta mar para llegar a Brasil desde África, cinco semanas de travesía, donde las olas que me encontré superaron algunos días los 6 metros de altura. Mirase por donde mirase, buscase donde buscase, África, aunque parte del pasado, seguía estando muy presente.
Como aquella vez que crucé el río Congo y acabé pasando una semana en una pequeña caseta porque el oficial de inmigración se había ido de viaje y con él se llevó el sello que se utiliza para marcar la entrada/salida en los pasaportes y para poder entrar tuve que esperar a que volviera de sus vacaciones.
Recordaba con melancolía la magia del continente negro pero a la vez agradecía, solo por un instante, que ahora fuese todo mucho más fácil.
Entraba poco a poco en el interior de este país que tiene una superficie tan inmensa que en ella cabrían 17 Españas…
…y cuando pretendía ubicar mi posición sobre el mapa de papel después de una larga jornada sobre la bicicleta me daba la impresión de que no avanzaba.
Me dirigía al estado de Mato Grosso, y durante la travesía pude disfrutar de pueblos que, por lo de ahora, muestran su pasado colonial y mientras recorría caminando sus calles pude adivinar su historia en cada calle, en cada casa, en cada edificio, en cada iglesia…
A pesar de encontrarme en la misma latitud que en el estado de Bahía, y donde estaban en temporada seca, aquí estaban en mitad de la época de lluvias, y gracias a ellas y a las tormentas el calor me daba un respiro…
Comprobé que los brasileños estaban siendo increíblemente amables y hospitalarios y me encantaba disfrutar de esta agradable rutina.
Gente con poco me ofrecía todo…
…pero una noche buscando un lugar donde acampar abandoné la carretera para adentrarme por un camino de tierra entre cultivos de soja y al final acabé metido en una granja.
Una de las personas encargadas de vigilarla, Éder, me advirtió que dentro del recinto no podría acampar, y le pregunté que si podría acampar fuera, en el camino, escondido detrás de una maquina cosechadora y montar allí la tienda, que aunque estaba bastante cerca del asfalto quedaría lo suficientemente protegido como para que no me vieran los muchos coches que no dejaban de pasar por la carretera.
Éder no puso ningún inconveniente y además me ofreció utilizar el cuarto de baño de su casa de guardés dentro de la finca y donde, si quería, yo podría ducharme. Cuando terminé me reuní con él y su familia y pude ver los últimos 10 minutos del partido Barcelona-PSG en el que Neymar fue el artífice de la victoria del equipo culé en un partido de Champions.
Casi anocheciendo con Venus apareciendo el el cielo,cogí la cámara y fui a hacer una foto a una nube gigantesca que esa misma tarde había dejado una gran tormenta y que no acababa de irse.
Era el momento del ocaso y en el cielo se reflejaban destellos de luz de colores vivos e intensos que provocaban los últimos rayos del sol que se colaban por el horizonte henchido de colorido.
Nunca dejará de sorprenderme la rapidez, en estas latitudes, con la que se pone el sol y aparece la oscuridad; a la vez que he comprobado que no hay dos atardeceres iguales.
Un poco más tarde ,vestido con solo con unos calzoncillos limpios que todavía olían a detergente, removía los macarrones que estaba cociendo socorrido con la luz de mi linterna, cuando vi como se acercaba un coche de la policía militar con las luces de emergencia encendidas y que se adentraba por el camino de tierra en el que yo estaba acampado, cerca de la entrada de la granja.
Pararon el coche a escasos metros delante de mí y encendieron los focos así alumbrándome para observarme bien. Vieron a un hombre semidesnudo armado con una cuchara de madera en la mano,y me advirtieron que no podía acampar en ese lugar.
Me pareció todo muy extraño ya que Éder me dijo donde podía montar la tienda y dejó que me duchase en su casa y que hacía no mucho,antes de cerrar la verja, se había acercado a darme una botella de agua fría.
Sin alterarme ,deslumbrado por el foco del coche militar que me apuntaba, yo en mis calzoncillos , escurrí el agua de los macarrones para que no se pasaran, y empecé a desmontar la tienda a la vez que les explicaba que de habérmelo dicho antes hubiera tenido tiempo de buscar otro lugar donde acampar. De todas formas entendía perfectamente que hubieran cambiado de opinión y de que pasaran a desconfiar de un extraño que estaba acampado en la puerta de su finca, ya que al fin y al cabo, no es una situación que se les suela dar a diario.
Era de noche y no me gustaba estar en Brasil con la bicicleta buscando un sitio para dormir, y le comenté a la policía mis preocupaciones respecto a mi seguridad; entendieron mi inquietud y opinaban lo mismo que yo,a lo que se ofrecieron a llevarme de vuelta a la ciudad donde estaba el cuartel.
Con la bicicleta subida en la parte trasera del coche, me llevaron de vuelta 15 kilómetros por la misma carretera que esa misma tarde había recorrido y que me había dado muy malas sensaciones al pasar por una pequeña ciudad llena de camiones y de gente de paso.
Me informan que me dejarán en un lugar no muy lejos de la comisaría donde podré pasar la noche tranquilamente…
…solo que debo irme antes de las 7 , ya que a esa hora comienzan a llegar los obreros.
Charlando en el coche con los policías me comentaron que hacía pocos días unos ladrones habían asaltado una granja cercana y asesinado a dos de los trabajadores, y que “alguien de la granja” me había visto hacer unas fotos y eso había levantado sus sospechas.
Desde luego que “el delator” no se podría imaginar la foto que estaba haciendo…
Rodando por caminos de tierra volví a encontrarme con gente sin prisas…
… que me recibían mostrándome sus sonrisas y abriéndome las puertas de sus casas …
… a la vez que disfrutaba de unos preciosos paisajes me hacían sentir la persona más afortunada del mundo…
Me metía por los lechos de los ríos…
…empujaba la bici sobre la arena por caminos que no me daban tregua…
…sin un solo trecho suave durante cientos y cientos de kilómetros, y mis piernas deseando encontrar una rellano asequible.
La naturaleza era fértil, generosa, exuberante…
…y llena de vida…
Tuve la sensación de habitar el lugar perfecto y eso me ayudó a volver a sentirme dichoso y repleto de paz y confianza.
Volvía a dar más importancia al camino…
…que al propio destino…
…y los días pasaban sobre ruedas.
Todo resultaba fácil y ningún atardecer me costó localizar un lugar donde pasar la noche…
A medida que avanzaba hacia el este el aspecto del paisaje comenzó a transformarse repentinamente y me provocaba angustia.Solo veía plantaciones de soja…
…más soja…
…y con un poco de suerte, maíz.
Había desaparecido por completo toda la diversidad fecunda y exuberante que me acompañó las semanas anteriores, y ni en los desiertos recuerdo haber visto paisajes tan ”muertos” como estos “eriales” que estaba viendo ahora.
Pasaron días y semanas y lo único que logré ver a mi alrededor fueron monocultivos.
No me pude abastecer de agua en las acequias o cauces porque no era apta para el consumo humano por todos los abonos y pesticidas químicos que se han vertido (y siguen vertiendo) sobre las tierras de cultivo y que han acabado filtrándose y contaminando los acuíferos y han hecho que su consumo sea nocivo, y en ocasiones tóxico, y han convertido todas las capas de agua en veneno puro.
Me causó mucha tristeza ver como la codicia del ser humano, una vez más, ha maltratado la naturaleza y comprobar por mí mismo que es capaz de envenenar a su propia tierra para cultivar algo que ni ellos mismos van a consumir.
La mayoría de se convertirá en pienso para ganado que se exportará a otros países o para alimentar coches con bio-diesel.
Me propuse volver a restaurar y lentamente mejorar el ritmo perdido, y que mejor destino, como primer objetivo, llegar al Parque Nacional da Chapada Diamantina, a unos 500 Km de distancia…
En el camino tuve una aparatosa caída y aunque iba bastante rápido los daños fueron bastante menos dolorosos y aparatosos que los sufridos en mi última caída en Namibia, que me habían dejado de recuerdo once puntos en el brazo.
Ahora, y exactamente en el mismo lugar, sobre la marca de la última herida, el brazo sangraba sin parar, pero por suerte esta vez no necesitaría puntos y al revés que en Namibia, donde ni siquiera tenía venda, betadine o tiritas y tuve que echar lejía sobre la herida para desinfectarla; en esta ocasión el botiquín sí estaba repleto y recién provisto por lo que pude limpiar la herida y mantenerla aseada hasta que cicatrizó completamente a los pocos días.
Es una de las cosas buenas que le ocurren a uno por tener una madre enfermera.
Por suerte esa parte del brazo no incomoda demasiado para montar en bicicleta y pude seguir sin mayores complicaciones.
Había tardado solo 5 días en llegar desde Salvador pero ya tenía ganas de dejar la bicicleta aparcada por unos días.
En mi mochila metí la tienda de campaña, hornillo, saco de dormir y algo de comida para sobrevivir varios días y me dirigí al “Valle de Pati” en el corazón del Parque Nacional de la Chapada Diamantina con la intención de buscar una mayor conexión con la naturaleza y poner en orden mis pensamientos después de los desbarajustes que había sufrido mi vida en los últimos meses.
Mi amigo el ciclo viajero Albert Sans me había recomendado este lugar y me había dado todas las indicaciones posibles para que pudiese perderme por mi cuenta por valles espléndidos, bosques exuberantes, ríos caudalosos, acantilados enormes que se erigen sobre gargantas angostas y cuevas profundas.
De momento Brasil no me estaba emocionando pero tenía la sensación que ésta parada iba a marcar un antes y un después en mi viaje.
Y así fue como empecé a sorprenderme con los tesoros que almacena esta hermosa región.
A veces cuando más lo necesitas la vida te brinda las mejores oportunidades para darte ese empujoncito que a veces tanto nos hace falta. No suele llegar solo sino que hay que salir a buscarlo.
Necesitaba sentir ese momento en el que observas y te empapas de todo lo que te rodea; y se te pone la piel de gallina y al mismo tiempo te saca una enorme sonrisa y te hace sentir la persona más afortunada del mundo.
Las caminatas por los valles…
…los acantilados y los desfiladeros…
… eran un punto de inflexión en esta etapa del viaje.
Volvía a sentirme como siempre.
Y de esos cuatro días hubo un momento que nunca olvidaré. Quedaban unas pocas horas de sol y me disponía a subir al Morro de Castelo. Llegué al atardecer a una gruta en la parte alta de la montaña desde donde pude observar un increíble paisaje a mi espalda…
… alcancé la cumbre más alta durante la noche con la ayuda de mi linterna y la luz de la luna, y durante el camino hice el mayor ruido posible para advertir de mi presencia a las serpientes despistadas, porque eran muchas las que había visto incluyendo una cascabel.
Y cuando llegué a la cima viví un momento extraordinario; porque fui consciente de que me había convertido en un espectador privilegiado de la sorprendente belleza que se desplegaba ante mís ojos para que la disfrutase y me asombrase. Con todo su esplendor y lleno de matices el paisaje logró estremecerme hasta erizarme la piel y es entonces cuando recordé los momentos difíciles que pasé para llegar hasta aquí, y me dije:
Para salir de Salvador, de la manera más rápida posible, embarqué en un pequeño transbordador que me dejó en la isla de Itaparica en solo una hora. El horizonte que dejaba detrás de mi no tenía nada que ver con el lugar donde ahora me encontraba…
…en la isla de Itaparica, con apenas 50.000 personas, me sentía en las antipodas de Salvador, que estaba solo a unas millas de distancia.
Las playas eran magnificas y había una exuberante vegetación tropical con un ritmo mucho más lento.
Atrás quedaba la ciudad del Salvador con su multitud de edificios y sus tres millones de habitantes en esa colmena de asfalto y hormigón.
Una vez en tierra ya lejos del agobio y la muchedumbre me tentó la idea de disfrutar del lugar pero la deseché rápidamente. Tenía muchas ganas de avanzar.Hacer kilómetros.De volver a estar en movimiento sobre la bicicleta
No es que sienta especial aversión por las ciudades grandes de Brasil, que sé que son inseguras y atestadas de riesgos, sino porque después de tantos años las ciudades me parecen aburridas, caras y como es obvio llenas de inconvenientes y apuros para los ciclistas.
Unos tienen miedo a las arañas, otros al mar, otros a los espacios grandes y abiertos, y yo, a la entrada a las ciudades.
A excepción de algunas de ellas como Singapur,Kathmandu, Calcuta, Varanasi, y Ciudad del Cabo, puedo decir que no he visitado ninguna otra ciudad con la verdadera intención de conocerla, y cuando así ha sido lo he disfrutado tanto porque el momento me lo pedía, y ahora no era el caso.
Me imagino que habrá otros sentires, pero a excepción de los que os acabo de mencionar, solo las he visitado porque me he visto obligado a tener que tramitar visados, y en esta ocasión el motivo de pasar por Salvador de Bahía, no era otro que haber sido elegido nuestro puerto de arribada a Brasil.
Cuando eché una mirada a mi mapa de papel advertí un enjambre de grandes ciudades y autopistas por toda la costa…
…y no dudé en planificar la ruta por el interior del país, en busca de un Brasil más rural, más tranquilo, más humano y aunque me vaya sin ver sus playas esplendorosas, espero encontrarme con un Brasil más auténtico.
Siento que las ciudades deshumanizan un poco la gente, las vuelven más individualistas, más hurañas,con más miedo y nadie se para en sonreír a aquel que viene por la misma acera, y si eres tú el que lo hace, te toman por bobo o por loco.
A medida que avanzaba hacia el oeste el calor se hacía más insoportable, y después de todos estos meses de parón las cuestas se me hacían más largas, más duras y agotadoras.
Todavía tenía en mi cabeza los prejuicios relacionados con la inseguridad y los apuros que me podría encontrar en Brasil.En las noticias siempre hablaban de asaltos,de secuestros, de narcos,de favelas violentas, y esas imágenes las llevaba guardadas en la cabeza, ya que Brasil era todavía para mi un lugar desconocido, y es eso el principio de todos los miedos.Lo desconocido.
De ahí, tal y como dijo Unamuno, “el racismo se cura viajando”, ya que al viajar conoces otras culturas,razas y religiones.
Me causaba desazón cuando al caer la tarde no hallaba un lugar donde acampar tranquilo, y por primera vez en mucho tiempo al final de la etapa buscaba una “pousada” donde dormir, derrochando el escaso dinero que tengo de presupuesto.
Pero con el paso de los kilómetros y del tiempo veía que Brasil no era diferente al resto de los países en los que he estado, y dejé de percibir ese riesgo con el que me fui de Salvador y me fui relajando…
…poco a poco…
Ahora,siempre sin bajar la guardia y dejándome guiar por el instinto,ya acampo donde me pille la noche y percibo que el miedo ahora lo tienen hacia mí: “el desconocido”.
Tenía que regresar a España y estaba buscando a alguien con el que pudiera dejar la bicicleta y las alforjas. Hablé con Guilherme, un amigo brasileño y antiguo compañero de colegio en Bruselas que, por suerte para mí, aunque el viviera en Sao Paulo, tenía un amigo que vivía en Salvador de Bahía que disponía de una casa lo suficientemente grande como para que yo pudiese dejar mis pertenencias sin causarle grandes molestias.
En una mochila aparte (la azul) metí todo lo que me llevaría a España: ordenador, disco duro, cámara, objetivos, etc.
Todo.
Paré a un taxista fuera del puerto donde estábamos amarrados. Bill me ayudó a llevar mis cosas hasta el taxi y una vez me despedí con pena de mi capitán, me dirigí hasta la casa de Marcelo (el amigo de mi amigo) el que se encargaría de mi bici y las alforjas por una temporada y desde allí tendría que buscar otro taxi para que me llevase directamente al aeropuerto.
En la mochila azul que me iba a traer a España yo había guardado dos sobres de 200 gramos de jamón ibérico que no llegamos a comernos en el barco, no sé por qué motivo, y antes de llevármelo de vuelta a España se lo quería regalar a Marcelo.
Marcelo me estaba esperando en la puerta de su casa cuando llegué. Él junto con el taxista me ayudaron a bajar las cosas. Pagué la carrera y pasamos al garaje para acomodar todas mis cosas en una esquina del garaje.
Cuando terminamos, Marcelo me invitó a pasar a la casa y en el momento en el que yo quise darle los paquetes de jamón fue cuando me di cuenta que la mochila que tenía que viajar conmigo a España no estaba; pensé que habíamos puesto todo en el maletero del taxi, pero la mochila estaba en el asiento de atrás, y se me había olvidado bajarla.
Salí corriendo a la calle en estado de shock y empecé a correr sin rumbo tratando de encontrar a aquel taxista por las bulliciosas calles de Salvador de Bahía donde ya era de noche.
Me di cuenta que me sería imposible. Paré de correr. Me encontraba desolado y comprobé que la suerte, en esta ocasión, me había esquivado. Había perdido todas mis cosas de valor.
Vi una farmacia y entré a comprar un cepillo y pasta de dientes.
Volví completamente abatido a casa de Marcelo para despedirme y para llamar a otro taxi para, ahora sí, que me llevase al aeropuerto. Solo llevaba conmigo el cepillo, la pasta de dientes y el pasaporte en mi bolsillo. Esta vez no tendría problemas de exceso de equipaje.
Llegué a Madrid sin nada. En el aeropuerto me convertí en un hombre sospechoso que llegaba desde Brasil sin nada de equipaje y con cara de pocos amigos.
A los dos días, Marcelo me mandó un mensaje acompañado de una foto desde Brasil diciéndome que el taxista había regresado a su casa para entregarle la mochila y que estaba tal como yo la había dejado: “con todos mis bienes”.
Marcelo le pidió su número de teléfono para que yo me pusiese en contacto con él cuando regresara a Brasil y le diese las gracias personalmente.
No pudo ser, porque a Marcelo le secuestraron una semana antes de mi regreso a Salvador y le robaron todo, desde el coche hasta su teléfono con todos sus contactos.
Antes de partir de Salvador, ya sobre la bicicleta, pasé por el mismo lugar donde aquel día paré al taxista. Pregunté por él a sus colegas, pero no pude localizarle, y con pesadumbre tuve que seguir mi camino sin poder darle las gracias personalmente.
Parecía que el momento de levar anclas y zarpar del puerto de Ciudad del Cabo nunca llegaría.
Esta vez no dependía solo de mí y de mi bicicleta y ya hacía más de 3 meses desde que, supuestamente, íbamos a salir la próxima semana.
Me dio tiempo para volver a España y pasar dos meses con mi hermana y familia. Despedirme más de 8 veces de los amigos que me había hecho en Ciudad del Cabo y que semana tras semana me decían: ¿Pero sigues aquí?
A finales de junio Bill, el capitán y dueño del velero que había aceptado llevarme en su travesía por el Atlántico Sur, me llamó a Madrid (donde yo estaba acompañando a mi hermana), y me dijo que finalmente, sí o sí, saldríamos en 5 de julio.
El 3 de julio yo ya estaba de vuelta en Ciudad del Cabo y preparado para la singladura, solo quedaban dos días para nuestra supuesta salida. Bill salió a tomarse unas copas esa noche y lo atacaron y le robaron todo lo que llevaba encima y además le dejaron 3 costillas rotas y una brecha en la cabeza.
Él se planteó posponer el viaje pero al ver que no podía renovar su visado no le quedó otra que atiborrarse de analgésicos (de morfina) para llevar mejor el dolor y decidimos, aun así, levar el ancla, izar velas y poner rumbo al oeste. Por fin zarpábamos hacia “Las Américas”.
Parecía un sueño, la imagen de Ciudad del Cabo desapareciendo, y apareciendo, detrás de las olas que a medida que nos alejábamos del puerto y de la costa, parecía que estábamos en una montaña rusa. Hasta ese mismísimo momento no me había dado cuenta de la empresa en la que me había embarcado…
La primera ventana de buen tiempo la aprovechamos para salir. Aunque ni el viento ni las olas (de más de 6 metros) no nos eran favorables por lo menos nos daría tiempo a dejar atrás la siguiente gran borrasca procedente del Polo Sur.
Salimos mar adentro en busca de los afamados vientos alisios que esperábamos encontrar a 300 millas, frente a las costas de Namibia, y que desde allí, supuestamente, nos empujarían en la dirección que queríamos: hacia el noroeste.
A diferencia de lo que ocurre en el verano austral, esta célebre corriente de aire llega a tocar el continente en la región del Cabo, pero en invierno, hay que salir a buscarla junto con el fuerte oleaje originario de la Antártida.
Sentado en la cubierta del barco viendo desaparecer ese continente que tanto amo y en el que tanto he vivido, África desaparecía de mi vista a la vez que echaba por la borda el desayuno y cena de la noche anterior.
Estaba en mi ánimo no tomar nada para evitar el mareo, pero a medida que pasaban las horas y aumentaban de tamaño las olas crecían las posibilidades de encontrarme mal las 5 semanas de travesía. Al final decidí ponerme un parchecito detrás de la oreja y todos mis males desaparecieron…
Los primeros días me resultaron molestos. El fuerte oleaje y un fuerte viento racheado que no paraba de cambiar de dirección.
Con cada ola que nos embestía, y no fueron pocas, parecía que queríamos surfear en medio de la mar. Bill estaba preocupado al ver las crestas de las olas que rompían y dibujaban el horizonte azul de blanco…
Hacíamos guardias de tres horas de vigilia. Por el día no se presentaban inconvenientes, lo pasábamos leyendo, pensando u observando el horizonte pero por la noche se nos hacía más complicado ya que en las cinco semanas de travesía no pudimos dormir más de tres horas seguidas. Nos hablábamos solo durante el relevo, además de pasarnos el parte meteorológico y de las novedades habidas durante nuestro turno, del estado del viento, del tamaño de las olas y de lo bonito que estaba el cielo plagado de estrellas nos intercambiábamos algunas palabras de cortesía y nos deseábamos felices sueños (el saliente) y buena guardia (el entrante). Así cada tres horas.
Esta monotonía solo se rompió una noche. En mitad de una tormenta Bill vino a despertarme, llego corriendo a mi camarote para avisarme que se había roto el foque y que lo llevábamos colgado por la aleta de estribor. Teníamos que sacarlo del agua lo más rápido posible.
Me puse el arnés y cuando estuve bien atado y bien sujeto al “guardamancebos” y al candelero empecé a tirar de la vela que estaba empapada para subirla, mientras Bill con el timón dirigía la proa del barco hacía las olas.
No sé cómo ni de dónde saqué las fuerzas pero conseguí subir la vela a cubierta y pude volver a mi camarote para seguir con mis dulces sueños, que todavía me quedaba un poco hasta mi turno de guardia.
Y ponerse el arnés era tan importante como salvarse de morir ahogado, pues una vez en el agua es prácticamente imposible que te vuelvan a encontrar.
Cada noche, cuando disfrutábamos de un cielo despejado (fueron mayoría), pude observar como las estrellas se ponían por el este y por el oeste aparecían nuevas constelaciones, y días tras día veía hacerse la luna un poquito más grande, o más pequeña y a Venus que siempre nos daba las buenas noches…
Las noches más oscuras al salir a cubierta no se veía absolutamente nada. Solo se escuchaban las olas y el barco abriéndose camino entre ellas y percibías por las cabezadas del barco lo grande que había sido la última ola y por algún que otro “pantocazo”.
A medida que nos alejábamos de la corriente del Atlántico Sur y nos adentrábamos en aguas más templadas, en esas noches de oscuridad plena y en el que el color del mar es negro, dibujábamos a nuestro paso una estela con el plancton luminoso, que al igual que en una pista de tierra levantas polvo, aquí iluminábamos la mar.
Cada noche miraba el cielo y me sobrecogía su inmensidad; me dejaba sorprender por los cientos de estrellas fugaces que veía en ese firmamento limpio que me dejaba anonadado, eran tantas como los peces voladores secos que me encontraba al amanecer sobre la cubierta…
…y por el día, quitabamos las velas, enfrentábamos el barco hacia el viento para que no avanzara, y me sumergía en la inmensidad del océano, sabiendo que debajo de mi tenía por lo menos 6000 metros de profundidad. Me inquietaba pensar mientras miraba a las profundidades y solo se veía un azul cada vez más oscuro, qué habría por allí abajo…
Hicimos escala en la isla de Santa Elena, una pequeña isla en medio del Atlántico entre África y América del Sur, con poco más de dos mil habitantes, y uno de los lugares más aislados del planeta.
Perteneciente al imperio británico y hoy todavía colonia fue el lugar perfecto para exiliar a Napoleon trás perder la batalla de Waterloo, y fue allí, en medio del océano, donde murió.
La isla tiene indudablemente carácter británico y a veces daba la sensación de estar paseando por alguna remota aldea de Gran Bretaña.
De formación volcánica y abrupto paisaje la convierte en una autentica fortaleza natural, donde su único acceso es por la capital, Jamestown, de unos 700 habitantes…
Me desesperó un poco la idea de estar “atrapado” en esa islita ya que había recibido la maravillosa noticia desde España que mi hermana había encontrado finalmente un donante compatible, y que en las próximas semanas le harían el trasplante.
A pesar de eso, y de encontrarme a varias semanas del aeropuerto más cercano, me dispuse a disfrutar ya que nunca se sabe si se volverá a algún sitio, y Santa Elena, debido a su situación geográfica, no es uno de esos países a los que se suele volver.
Pasé los días disfrutando de este pequeño trozo de tierra en mitad del océano, de unas increíbles y desérticas caminatas…
…
.. y pude gozar del barco para mi solo en medio de un precioso mar de aguas cálidas, cristalinas y plagadas de delfines…
… mientras Bill pasaba los días en el único hostal de la isla a la espera de la llegada mensual del barco RMS St.Helena procedente de Ciudad del Cabo, el único medio de trasporte posible desde y hacia la isla, y coincidiendo en fin de semana el quería aprovechar para ver como era la noche isleña en el único pub del país.
Y a la vez que zarpábamos y nos despedíamos de tierra firme con lluvia y mal tiempo, al mirar hacia atrás sobre el mar apareció un arco-iris…
… y nos embarcamos en la segunda etapa de esta travesía por el Atlántico, empujados por los mismos vientos que quinientos años atrás llevaron a los navegantes europeos por las mismas rutas que seguíamos nosotros.
Avistar tierra después de cinco semanas desde que partimos de Sudáfrica fue mágico…
… aunque las vistas que nos encontramos fueron bien distintas que las de hace cinco siglos.
En vez de selva y vegetación se presentaba ante nosotros una jungla de cemento y hormigón, que después de tantos días en el mar, me dió tanto miedo como respeto.